La valentía en su refugio

Es como si temiéramos no reconocernos los unos a los otros, como si temiéramos no reconocernos, por eso hace tanto que no me miro al espejo, porque todo es ruido y el ruido se ha metido en los huesos, el ruido de los engranajes en constante metamorfosis, la metamorfosis que nos devora nada más asomarnos a ella. Y no somos capaces de reaccionar, de hacerle frente. Hay quien dice que la indolencia se ha extendido de manera extenuante, quizá por culpa de un cortocircuito en alguna de esas rápidas mutaciones, y yo me pregunto si también el ser humano está mutando, sería lo lógico. Menudo cambalache indescifrable, me digo cada vez que intento analizar algo, apenas algo de lo que ahí afuera sucede, y de inmediato cierro mentalmente la puerta, cerramos la puerta porque ya no reconocemos esa ausencia de sensibilidad que se ha extendido como una enfermedad contagiosa, una plaga de dimensiones bíblicas, y no porque la ausencia tenga cuerpo en este mundo sino porque la presencia se ahueca, se deshace. Vaya, deberíamos hablar más con desconocidos, esta sería una buena forma de frenar la voraz ausencia a la que me refiero, pero ni siquiera entre tú y yo mantenemos de corrido una conversación consciente, porque no hay intercambio de mensajes, solo un bla bla bla, un bla bla bla, un bla bla bla que es más energía que sentido, más fuerza que inteligencia, más silencio, y más ruido al mismo tiempo; somos verdugos, somos verdugos de nuestro pasado, hemos matado los recuerdos para no tener nada que sacar a la luz, no sea que tengamos que responder con nuestra memoria al porqué seguimos desapareciendo.