Todo. Apátrida, doscientos años y unos meses. Envidia
ISBN: 9871155743
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Una exposición colectiva de pintores argentinos que regresan de su formación europea a fines del siglo XIX. El reconocimiento unánime de la crítica especializada. Todos menos uno. La respuesta ofendida del pintor Schiaffino y la apuesta crítica redoblada por un tal Eugenio Auzón. Un olvidado debate sobre el arte argentino que comenzó en las páginas de los diarios y terminó con un duelo a primera sangre. Una puesta en escena sobre la historia y la vigencia de una discusión. "Apátrida, doscientos años y algunos meses"* como un ejercicio magistral sobre el arte y la crítica convertidas en acción dramática.
Los duelistas de la obra de Spregelburd, a falta de sables, de pistolones martillados y de floretes, se valen de un buen par de micrófonos, de esos de bocha, cable grueso y pie alto. Esos que conservan durante un buen rato el sabor de las palabras que, impresas en verso libre en las carillas que van dejando de a poco los atriles, son el arma de este duelo. El artista y el crítico unos cuantos años antes del primer centenario, van cargando las tintas en las páginas de los vespertinos de época para comenzar un combate apasionante que todavía, cuando no se han cumplido los doscientos años y algunos meses que uno de ellos profetizaba como posible comienzo para el arte argentino, sigue sin definición.
En Apátrida, Rafael Spregelburd, también intérprete de los dos personajes, le pone carnadura a los discursos de los dos duelistas verbales. Contendientes y diletantes que desde las postrimerías del siglo XIX tocan cuestiones todavía hoy vigentes. Los textos rondan algunos de los temas que en otras de las obras de Spregelburd también se plantean como interrogante para los personajes y para el espectador. La relación entre arte y Estado, la "cuestión del dinero", la posibilidad de definir un arte nacional y su refutación desde una posición universalista, que en su vertiente más ingenua y cándida poco a poco deviene en una firme posición entre ácrata y pre-punk, son los temas principales de la obra y el duelo.
Uno de los duelistas es Eduardo Schiaffino, el artista ofendido que sin embargo será quien permanezca en la historia del arte argentino, ese lugar que desde los salones elegantes él mismo se proponía fundar. Su nombre, inscripto en la historia breve del arte nacional, bien podría ser el resultado de su propia invención e intervención en el naciente campo. El otro, llamado Eugenio Auzón, el extranjero, el apátrida que no entra en el juego condescendiente del elogio fácil, es el que la historia –ese relato brumoso que como el texto sostiene suelen escribir, y mal, los vencedores– se encargará de olvidar. Del duelo, el verdadero duelo a primera sangre que se librara una tarde de verano de 1891, apenas conocemos una crónica escueta publicada en uno de los diarios de la tarde. Pero del otro combate, ese ida y vuelta verbal que los fue empujando a desenvainar sus torpes armas en un descampado de Morón, el que sostuvieron con elegancia y palabras que ahora destellan en el escenario, todavía podemos escuchar el sonido de las frases lanzadas hacia rostro del contendiente.
En la puesta en escena que se construye para enmarcar este texto escrito en verso libre, pero evidentemente pensado desde un comienzo para (re)sonar en el espacio, la música y los sonidos creados por Zypce se convierten en una voz que también construye relato. Esta ambientación sonora y musical, que por momentos pareciera remedar la tarea de esos magos de los sonidos en vivo del radioteatro, crea climas y paisajes sonoros en relación con los que las palabras de los duelistas cobran nuevos matices. Son estas tramas sonoras y musicales las que imprimen en muchos casos los tonos, el dramatismo y el suspenso que los encontronazos verbales de los duelistas precisan para volverse tan visibles en la escena.
En el final de la obra es también el crítico quien tiene la última palabra. Apenas un momento antes del final, como sucediera con el episodio histórico que sirve de antecedente a esta pieza, el crítico toma la palabra y puede vislumbrar cómo este triunfo ni siquiera deseado se convertirá en su peor derrota, la del olvido. La mano del artista herida por el crítico como un símbolo tan vigente como ingenuo. Sale de cuadro el artista y queda solo la voz del crítico, que escapa de la escena provocada por sus palabras y mira el cuadro de lejos, cada vez más lejos. El crítico, narrador y protagonista de la obra, encuentra su propia voz. Esa palabra que no tuvo que esperar los doscientos años y algunos meses de su profecía para retornar, seguramente sin querer, devenida en arte.